Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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martes, 17 de octubre de 2017

El día en el que la ciudad amaneció ocre.

Los habitantes de las ciudades vivimos muchas veces en una burbuja hermética, impermeable a los problemas que ocurren en unas zonas rurales, ya sean próximas o más lejanas, a las que nos pueden atar lazos familiares y afectivos, o sencillamente de tiempo libre, pero que vemos demasiadas veces como algo ajeno a nuestra vida y problemas urbanitas. Su lucha diaria, sus tribulaciones, nos pueden provocar y provocan sentimientos de solidaridad y tristeza, de admiración y de apoyo, pero siempre tras las paredes de esa burbuja que nos permite verlas pero también nos aisla de ellas.

Y hete aquí que una buena mañana la ciudad amanece con tonalides ocres y un olor acre, punzante. Más bien se podría decir que no amanece, o amanece a medias tintas, como en una imagen fotográfica alterada con un añejo filtro amarillento. Y notamos que hay en el aire algo que nos dificulta la respiración. Nos miramos, y se sucede una hilera de rostros estupefactos, atónitos, en una expresión de la más completa incomprensión. Es entonces cuando nos damos cuenta de que la burbuja ya no es hermética e impermeable.

Ver las tragedias ajenas tras la tranquilizadora cortina de una pantalla no puede dar ni una idea próxima de lo que está pasando realmente. Nos podemos horrorizar, evidentemente. Puede, y debe, haber preocupación por nuestros seres queridos, o sencillamente por esas gentes anónimas cuyo sufrimiento, miedo y, al mismo tiempo, valor y capacidad de enfrentarse al dolor, hace que las sintamos como algo propio. Sin embargo, las imágenes vistas en una televisión, o en el monitor de un ordenador dan un halo de ficción a la experiencia. Ni siquiera los testimonios directos de nuestros parientes, amigos o conocidos pueden llegar a dar la impresión exacta del trance. Les entendemos, les apoyamos, les damos nuestra solidaridad... pero solo nos podemos imaginar la situación. No la estamos viviendo, no es nuestro dolor ni nuestro sufrimiento.

Sin embargo, como decía, llega el momento del amanecer ocre. Y de repente ya no estamos viendo el sufrimiento tras el manto protector de una pantalla. Nos ha llegado un eco de sus vicisitudes. Es todavía un eco lejano, una resonancia con sordina de la experiencia. Pero es real. Estremecedoramente real. Despertamos de nuestro sueño y nos damos cuenta de que lo que está pasando a cientos de kilómetros es una tragedia que también es nuestra, aunque no estemos sufriendo el impacto más duro y cruel de la misma.

El día en el que la ciudad amaneció ocre echamos más pestes que nunca contra los asesinos que están destrozando el entorno en el que vivimos y del que vivimos, contra los políticos cuya corrupción, o ineficacia, o ambas cosas, les impide poner todos los medios suficientes para evitar que tales cosas ocurran. Pero sobre todo y ante todo, se nos hace más real y desgarrador el dolor y sufrimiento de los que están viviendo la tragedia en primera línea.

No podemos seguir esperando que el atolladero se solucione solo. No podemos seguir mirando al cielo esperando el viento que se lleve el problema a otra parte, o la lluvia que nos limpie y purifique. Además, la solución no es tal, porque no hay retorno al estado original. Han perdido, hemos perdido, demasiadas cosas. Pero se puede, y se debe, empezar a exigir que se tomen medidas de una maldita, puñetera y, perdónenme, puta vez para que no se repita la tragedia.

No debemos vivir ni un solo amanecer ocre más. Eso significaría que otros han vuelto a perder mucho, muchísimo más que un amanecer.

¡Salud!

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