Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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viernes, 10 de octubre de 2014

Soberbios e incompetentes

Por más vueltas que se le dé, no se entiende. Es difícil de entender la cadena de despropósitos que ha acabado convirtiendo a España, mi país, en el primer lugar del mundo occidental donde se da un contagio por ébola. Y a estas alturas de la película, quizá sea hora ya de ir olvidando la raíz del problema y exigir que se empiecen a tomar, de una vez por todas, las medidas necesarias para que el daño no llegue a convertirse en una tragedia de proporciones descomunales.

Eso dictaría la racionalidad, por supuesto. Pero es difícil ser racional cuando la estupefacción y la ira se instalan en tu sistema y solo dos palabras afloran, de forma convulsa y obsesiva: "¿Por qué?" Y esas estupefacción e ira devienen impotencia, rabia e incluso odio cuando observas que, como es habitual en este país de democracia light, nadie parece dispuesto a asumir las responsabilidades que le corresponden y se busca al eslabón más débil del sistema, el que no se puede defender, para cargarle todas las culpas del embolado. Ni siquiera tenemos aquí la asunción de culpas sui generis de un monarca atribulado por la opinión pública que se limitó a hacer una promesa de esas infantiles de no reincidir, y que de hecho, cuando acabó renunciando a su puesto, no fue por una intención de redención, penitencia y mejora, sino porque pareció en su momento la única forma de apuntalar un edificio ruin y podrido.

Como decimos, en este caso ni siquiera tenemos el consuelo de esta falsa modestia. Lo que sí tenemos es soberbia. Mucha soberbia. España se ha convertido en un nuevo foco de una enfermedad mortal, pero no es culpa de quien decidió traerla a un país que no estaba ni de lejos preparado para tratarla y que está sufriendo los mayores recortes en sanidad pública. Los (ir)responsables de turno se enrocan en la idea de que fue lo correcto, que sí estábamos preparados, que ha habido un error humano y no del sistema, y, en un alarde de canalla prepotencia, que ellos están para servir y que pueden dimitir cuando quieran, que tienen la vida resuelta.

Soberbia. De repente, se hace la luz en este inútil juego de cui prodest y al pensar a quién habría beneficiado la situación si el cúmulo de despropósitos hubiera resultado inocuo por cuestión del azar... y te ríes. Por no llorar.

Imagínenselo: a un país donde las protestas contra el deterioro de la sanidad pública por causa de la falta de recursos económicos son casi rutinarias, a un país con un proyecto latente de privatización de dicho servicio público que incluye el desmantelamiento del hospital de referencia en el tratamiento de enfermades víricas tropicales para su próxima venta al mejor postor... a este país donde todas las evidencias hablan de una pésima gestión del derecho ciudadano a la salud, en suma, llegan unas personas víctimas de una enfermedad terrible... y ¡pongamos que sobreviven! ¿Se lo pueden imaginar? ¿Entra en sus cabezas la postura de pavo real de un gobierno que de repente se vería justificado en todas sus medidas, las ya tomadas y las por tomar?

No cuesta hacerse a la idea, ¿verdad? Ni caridad (cristiana o sencillamente humanitaria, da igual) ni responsabilidad ante la situación de compatriotas ni leches. Hay demasiadas evidencias de situaciones anteriores en las que no se hizo nada así como para que nos creamos razonamientos de ese calibre. No, aquí lo que hay es la actitud de, con unos atributos más grandes que el famoso caballo de Espartero, pretender demostrar a la opinión pública y el mundo entero que en España se están haciendo las cosas bien, aunque tal demostración se haga arriesgando las vidas de todos.

Sin embargo, para nuestra desgracia (que no la de ellos), nuestros (ir)responsables son soberbios... y encima, incompetentes. Aparte de traer un virus mortal sin estar preparados, han sido ineptos a la hora de aplicar las medidas mínimas necesarias para minimizar los daños. Y a medida que van conociéndose los datos de la abracadabrante situación en la que nos han metido se ven incapaces de dar explicaciones razonables porque no las hay. Así que recurren a la vileza y canallesca de eludir toda responsabilidad y cargan contra quien menos culpa tiene y antes ha sufrido las consecuencias de su insensatez.

Así estamos, pues. Compuestos y sin defensa ante un virus mortífero. Y no me refiero solo al atroz ébola, sino también al virus de unos políticos caducos, ruines, viles, canallas, incompetentes y soberbios que no han dudado, ni dudan ni dudarán, en poner en peligro a la población que en su momento puso su confianza en ellos, ya fuera dándoles su voto o aceptando el resultado de las urnas, una población que lleva demasiado tiempo viéndose náufraga, abandonada dentro de una frágil balsa en un mar hostil de tormentas al que se le han añadido unos tiburones hambrientos que, aunque es posible que con el paso del tiempo habrían acabado llegando, no tenían por qué haber sido atraídos al olor de la sangre.

¡Salud!

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