Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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viernes, 6 de marzo de 2015

No trastees con el Tiempo, niño.


Cualquier lector mínimamente avezado en eso de la ciencia ficción sabe que con el tiempo no se trastea ni se juega. Eso sí, se pueden escribir páginas y páginas, o pergeñar minutos y minutos fílmicos, sobre cómo puede ser posible el viaje por tal dimensión. Se han usado portales místicos o científicos, agujeros de gusano, túneles, coches, la rotación terrestre, la gravedad solar,  cabinas policiales... puertas. Se ha empleado toda suerte de farfulla científica (expresión que, para variar, suena mucho mejor en inglés, technobabble) para justificarlo, o se ha intentado dar una explicación plausible y razonada.

Y al final todo eso no importa. Porque en definitiva al espectador-lector medio lo que le interesa es el conflicto: saber qué les pasa a los viajeros temporales y a los personajes con los que interactúan; o poniendo los pies en la tierra, el cotilleo y el comportamiento típico de un fan: tener la ocasión de convivir con esos personajes importantes a los que admiras o detestas. comprobar cómo se vivía en una época concreta. Y por supuesto, ver qué se puede hacer con la Historia si de repente te dan la oportunidad de cambiarla. Ideas no faltan. Para empezar, como graciosamente constató el humorista Angel Martín hace poco, habría cola para matar a Hitler.

Pero aquí entra la filosofía, ese escepticismo y determinismo humano que nos gusta tanto como el ansia de cotilleo o intervención: mejor no cambiar nada. Virgencita, que me quede como estoy, no sea que por trastear con el tiempo se nos desordene el cotarro que tenemos armado hoy.  Que podrá ser bueno o malo, pero es el que nos ha tocado. (Dicho obviamente desde la complacencia burguesa del tipo al que las cosas le van regularcillo tirando a bien, claro. Algunos de los muchos desheredados de la fortuna del mundo actual no tendrían estos remilgos. Peor de lo que estamos no vamos a acabar, dirían ellos... pero estoy divagando).

Así que ¿qué hacer con el viaje en el tiempo? ¿Ponemos reglas para no cambiar nada? Entonces, ¿para qué nos dan el juguete si no podemos jugar? Nos las podemos saltar, claro. De hecho, resulta que ocurre continuamente. No son tan sacrosantas como las leyes de la robótica (que por cierto también se pueden saltar si la historia a contar merece la pena, claro que sí). Que le pregunten a Marty McFly lo que mola jugar a cambiar las cosas.

Con todo, ese es el camino fácil. Lo difícil es contar una historia interesante de viajes en el tiempo donde la farfulla científica sea inexistente y donde las reglas estén claras, por muchos agujeros (o paradojas, que queda más fino) que pueda haber en ellas. Vamos a burocratizar el Tiempo. A controlar que las cosas no cambien. O si lo hacen, que sea para que todo siga igual. Parece aburrido ¿verdad?

Pues no. Los hermanos Pablo y Javier Olivares han conseguido que no lo sea en la serie El Ministerio del Tiempo. Y lo han hecho con una receta muy sencilla. Partamos de la fantasía científica, pero olvidémonos pronto de ella. Se puede viajar en el tiempo a través de puertas. Vale. Sin más explicaciones. Nos valemos de este deus ex machina o macguffin para contar una historia. Mas ficción que ciencia, no le compliquemos la vida a un espectador de cadena generalista que nada quiere saber de especializaciones genéricas.

Eso no quiere decir que sea una serie sencilla. Los creadores buscan el conflicto entre personajes a través de la caracterización. De la mezcla de lugares y épocas surge el humor en diálogos breves e inteligentes, plenos de guiños al espectador. Y hay guiños para todos los gustos: para el cinéfilo, para el consumidor de series televisivas, para el rockero, para el cultureta, para el cuarentón-cincuentón, para el adolescente... Y aquella "burocratización" del tiempo permite una serie de bromas sobre el funcionariado (Velázquez ganándose un sobresueldo haciendo retratos robot, el funcionario del siglo XIX que se queja de la privación de la paga extra, el que protesta de tener siempre el mismo destino en Atapuerca), al que se describe con un cariño y ternura casi inéditas en la ficción televisiva. Variedad, ante todo.

Cada personaje tiene su momento, su trama y su motivación, y todas ellas por ahora se hilvanan sin dejar ninguna costura: tras los titubeos lógicos del episodio inicial, el segundo funciona a modo de un rompecabezas de perfecto troquelado: La historia de Angustias, la funcionaria que colecciona fotos de su marido abandonado en el pasado, encaja perfectamente con la de Amelia, la agente temporal que actúa como si fuera una groupie y cede a la seducción de su ídolo, o la de Alonso, el agente temporal que se encuentra con su hijo, o la de la figura literaria en ciernes que tiene todavía más de pichabrava que de Fénix de los Ingenios.

Hay una intención didáctica, muy típica de las ficciones sobre viajes en el tiempo, pero El Ministerio del Tiempo busca más despertar el interés sobre el tema tratado que pontificar sobre él. Lo importante es que el espectador disfrute de la historia y, si quiere reflexionar sobre la misma, que lo haga una vez terminado el episodio. Que busque información por su cuenta.

Por todo ello, tras solo dos episodios y a la espera de la evolución de la serie (con unas expectativas difícilmente mejorables) y de la respuesta de las audiencias y de la cadena que la alberga, se me antoja que El Ministerio del Tiempo no solo es una de las mejores series españolas de las ultimas dos décadas por lo menos, sino que a poco que se le permita desarrollar su propuesta puede ser LA serie donde pivote el devenir de la oferta televisiva de ficción en este país...

... un país que en los años setenta y ochenta demostró que había talento para hacer buenas adaptaciones literarias y dramas, que en los noventa alumbró alguna que otra solvente comedia de situación y que en este siglo XXI ha llegado a la mayoría de edad en series históricas... pero al que le faltaba esa serie que oscilara entre lo genérico y el pastiche, que pudiera ser capaz de aglutinar a un público amplio, de gustos y procedencias variadas, en un producto inteligente, entretenido y de calidad. Pues bien, ya la tenemos. La ambientación es soberbia, con un trabajo de fotografía, decorado y vestuario a nivel de película de campanillas. Los efectos especiales, con el uso inevitable del croma, se ajustan a la historia como un guante. Las interpretaciones van de lo correcto a lo sublime.

Eso sí, toca que la audiencia responda mínimamente y que RTVE tenga paciencia. Le hace falta, porque a una cadena a la que últimamente solo le caían palos por sus problemas laborales o por la degradación de sus informativos, le viene muy bien un recordatorio de que, en su situación de servicio público, está obligada a ofrecer productos de ficción de calidad y a no depender tanto de su competición con la empresa privada, especialmente, cuando por una vez hay una coincidencia entre un público seguidor, fiel e ilusionado y una crítica que se quita el sombrero. RTVE ha acertado apostando por esta serie. Ahora solo queda que confirme el acierto continuando con la apuesta mientras las expectativas se mantengan.

Y que se nos permita seguir trasteando con el Tiempo. O no, pero que al menos se nos deje seguir cotilleando con el mismo. A fin de cuentas, "el Tiempo es el que es".

¡Salud!

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