Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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domingo, 26 de abril de 2015

Muerte y olvido

Ante una tragedia en la que un número elevado de seres humanos pierden la vida el ciudadano medio, o sea nosotros, sigue un ritual de mantras en el que pretende cobijarse de la lluvia pertinaz de sangre, tristeza y desolación que le horroriza. "¡Qué horror!" es uno de ellos, en una simplista constatación de lo obvio. "¿Qué podemos hacer?" es otro, aforismo tras el que se esconde nuestra impotencia y miedo. Para terminar, una ola de cálida solidaridad con las víctimas y sus familiares y amigos nos embarga, y de manera egoísta nos hace sentirnos mejores personas, y juntamos nuestras manos, de forma real o virtual, inundamos las redes de imágenes fraternales y humanitarias y entonamos a modo de cántico un "No os olvidaremos".

Me van a permitir ser escéptico y dudarlo mucho. Les olvidaremos, vaya que sí. Pasado el momento del shock, curada nuestra herida con la mágica tirita de la solidaridad efímera, volveremos a nuestra vida, plena de problemas que serán grandes o pequeños, pero que son los nuestros, y ese grupo de caras y personalidades desconocidas se quedarán en un ignoto rincón de nuestro cerebro que abriremos de nuevo cuando una prensa ávida de titulares nos recuerde que ha llegado el aniversario del drama. O cuando vuelva a ocurrir algo similar.

¿Nos acordamos día a día de las víctimas del 11-S o del 11-M? ¿Seguimos hoy atribulados con el destino trágico de los pasajeros del avión de Germanwings, o de los fallecidos en los accidentes de Barajas, del Yak-42, el avión caído o abatido sobre Ucrania o el desaparecido en el Océano Índico? ¿Seguimos, a día de hoy, siendo Charlie Hebdo? ¿Pensamos a menudo en las víctimas de Nigeria o los estudiantes de Kenia? ¿Recordamos, aunque sea de vez en cuando, a los caídos en estúpidas batallas de rivalidad futbolística?

Hoy estamos horrorizados hasta la exasperación con ese monstruoso Mediterráneo al que se le permite que devore a cientos, miles, de hijos de la desesperación que se arrojan al mar porque no les queda otra salida que vender sus vidas a mafias que se enriquecen con el sufrimiento ajeno y les envían hacinados en barcos putrefactos a una Europa que, inmersa en su propia decadencia, les vuelve la espalda.

Y cuando se nos pase el disgusto, ¿qué? Pues nada. Les enterramos en su hoyo y volvemos a nuestro bollo. Que es lo lógico, posiblemente, pero que convierte nuestra breve solidaridad en algo vacío y sin sentido.

Me dirán ustedes, "sí, tienes razón, pero ¿qué podemos hacer?". Y yo, cobardemente, les diré que no lo sé. Pero que tiene que haber algo. Si realmente vivimos en una democracia, nuestros políticos tendrán que hacer lo que nosotros les digamos que hagan. Todos o casi todos los avances y mejoras sociales que se han conseguido llegaron después de protestas. Por ahí se puede empezar. Debemos exigir soluciones que acaben con la tragedia.

Pero no lo hacemos. A las manifestaciones en solidaridad y recuerdo de las víctimas acude un número decreciente de personas según avanza el tiempo hasta que las convocatorias mueren por sí solas.

Seguro que todos, incluidos nuestros políticos, hablamos con admiración de las Madres de la Plaza de Mayo de Buenos Aires. Pues bien, estas madres consiguieron algo porque no cejaron en su empeño, porque con paciencia de araña tejedora día a día, semana a semana, mes a mes y año a año acudían a su cita enfrente de la Casa Rosada, la sede de la Presidencia argentina, a ejercer su airada y mayormente silenciosa protesta.

Y sin embargo, en nuestra España retrógrada de hoy, apoyamos a gobiernos y políticos que permiten que ocurran las tragedias a través de su acción o de su inacción. Y lo más gracioso, por no llorar, es que observamos con una pasividad alarmante como nos cortan nuestro derecho a exigir en la calle. Las Madres de la Plaza de Mayo no podrían manifestarse en Madrid delante del Congreso o La Moncloa, por ejemplo. Tampoco podían hacerlo al principio en Buenos Aires, me dirá alguno. Pero es que aquello era una dictadura. Aquí, supuestamente, vivimos en democracia.

Así que, retomando el hilo, concluyo que acabaremos olvidando a esos muertos que de tanto en tanto nos conmueven. A no ser que algún día, ojalá, algo rompa definitivamente dentro de nosotros y tomemos cartas en el asunto. La otra opción es que inmersos en nuestras vidas, parafraseando al Victor Manuel de "La planta 14", nos acabe de "pillar de sorpresa la tragedia repetida".

¡Salud!

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