Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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sábado, 19 de diciembre de 2015

El contrapicado que cambió nuestras vidas

Se apagaron las luces. En los cines, la mayoría de ellos todavía urbanos, con varios pisos y altos techos, molduras de yeso e inmensas lámparas de araña o plafones de luz, se hizo la oscuridad y se descorrió un rancio telón con olor a naftalina. Escuchamos la conocida fanfarria de la Twentieth Century Fox y tras los títulos de crédito de producción un sencillo rótulo azul con fondo negro nos introducía en un cuento de hadas.

De repente, había un estallido sonoro de una sola nota, casi estridente, seguida de otra fanfarria de metal, y la pantalla se llenaba con un texto que hablaba de princesas, tiranías, guerra, imperios malvados, planos secretos, estaciones de combate y valientes rebeldes luchando por la libertad. Seguíamos embobados dicho texto, que se perdía en la inmensidad del universo, cuando bruscamente la música remansaba y la pantalla quedaba inmóvil en un plano fijo del espacio... y súbitamente todo estallaba de nuevo: el plano fijo devenía un contrapicado de una nave espacial en fuga, líneas de colores simulando disparos y explosiones rasgaban la imagen, la música adquiría tintes de marcha militar... y entonces ocurrió. A aquella nave en fuga le seguía otra, inmensa hasta el punto que el plano nos llegaba a parecer interminable. Deliciosa, abrumadoramente interminable.


En aquel momento no lo sabíamos, pero ese contrapicado iba a cambiarnos la vida a toda una generación, la de los nacidos entre finales de los cincuenta y finales de los sesenta, que quedaría abducida por una forma de hacer cine, que descubriría que cuando se tienen medios e inteligencia para usarlos, cualquier historia puede contarse en imágenes de manera creíble. No importa que luego aceptaríamos que no sería la mejor película que acabaríamos viendo; tampoco que con el paso del tiempo empezáramos a descubrir en ella alguna costura mal cosida.

Tampoco importa que no fuera la primera vez que íbamos al cine, y que ya en el fondo de nuestra retina infantil o adolescente hubiera escenas grabadas a fuego. En mi caso, había una Estatua de la Libertad semienterrada en la arena de una playa solitaria, un emperador loco cantando y tocando la lira ante una ciudad en llamas, una especie de feto flotando en el espacio y tres astros alineados envueltos en una música de tres acordes apabullantes, un patriarca de poblada barba abriendo un embravecido mar, un guerrero volviendo a casa atado al mástil de su barco para evitar caer en la tentación...

Pero eran instantes fugaces, momentos culminantes de películas que nos habían gustado pero que no nos habían marcado. Tras ese contrapicado fulminante, seguimos embobados durante dos horas disfrutando de un juego que escondía una trampa dentro de un ardid dentro de una artimaña. Éramos el chico rubito, recién salido de la adolescencia, intentando extender sus alas más allá de su estrecho mundo, pero queríamos ser el contrabandista chuletilla y socarrón, en quién veíamos una especie de hermano mayor ya de vuelta de todo pero con mucho que enseñarnos... y que era también el rival en nuestros afectos por esa chica pizpireta de peinado imposible enfundada en un blanco virginal que sin embargo no ocultaba una sensualidad latente y un carácter fuerte y decidido, la chica compañera de juegos ideal.

Oscilábamos entre dos figuras paternas, la del viejo ermitaño que nos hablaba de fuerzas místicas y poderosas que podían ser usadas para el bien o el mal, y que estaba dispuesto a empujarnos a la aventura, y la del guerrero que nos recordaba a un samurai caído en desgracia, engalanado con unos ropajes negros y una máscara y casco ominosos que dejaban bien claro que era el villano de la función, el enemigo a temer y también a derrotar... y que sin embargo despertaba nuestras simpatías por sus palabras parcas y a la vez contundentes, por su falta de remilgos a la hora de usar su poder. Y es que es posible que aunque nos alineábamos con las fuerzas del Bien, a la vez también éramos conscientes de nuestro lado oscuro...

Nos secuestró por un lado un mundo agrícola y dentro de lo que cabe paradisíaco, y por otro un mundo dominado por la tecnología. La pareja de robots protagonista (muchos aprendimos la palabra "androides" con esta película) eran los juguetes que nos habría gustado tener de niños, aparatos a nuestro servicio pero al mismo tiempo con iniciativa propia. Las naves, la enorme estación de combate, las "espadas de luz", los ordenadores... todo ello era un mundo nuevo y desafiante pero con magia, la misma magia que podía tener el misticismo de la Fuerza, o el poder de mover objetos o de dominar mentes débiles.

Con el paso del tiempo, vimos más aspectos de ese mundo. Crecimos y nos hicimos adultos con él. Y también aprendimos que no era nada nuevo, que todos los elementos estaban dispersos por veinte siglos de narraciones míticas y casi cien años de historia del cine. Expertos nos enseñaron mucho sobre de dónde venía la mitología y epopeya de la película. Cinéfilos avezados nos hablaron de señores como John Ford, o Akira Kurosawa, o David Lean, que tanto influyeron en la película. Nos enteramos de compañeros de generación del padre de la criatura, George Lucas, que estaban haciendo películas con estilo de narración similar, aunque a veces la temática estuviera muy lejana. El contrapicado interminable fue la puerta que nos abrió la obra de autores como Coppola, o Scorsese...

Sí, definitivamente fue el contrapicado que cambió nuestras vidas, y por ello, treinta y ocho años después, cuando peinamos canas y arrastramos kilos de más, cuando la vida nos ha vuelto escépticos, cuando nuestra ilusión ya no es una fantasía infantil o adolescente sino el futuro de nuestros hijos y quién sabe si también nietos... vamos al moderno multiplex de centro comercial en las afueras con la misma expectación y nervios con los que acudimos hace casi cuatro décadas al rancio cine de céntrico bulevar urbano. Porque necesitamos volver a sentirnos niños y adolescentes por un par de horas, y porque, igual que en las butacas de la sala compartiremos pasión tres o cuatro generaciones, en la pantalla nos han prometido la presencia de nuevos personajes compartiendo la recreación del mito con viejos amigos.

Chewie, hemos vuelto a casa.

¡Salud!

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