Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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domingo, 6 de diciembre de 2015

El puente de los espías: cine clásico de los 70 en el siglo XXI.

Steven Spielberg, Woody Allen, Clint Eastwood, Martin Scorsese. Son los últimos cuatro jinetes de la narración clásica en cine, y cuando la ley de vida les retire de la circulación, los cinéfilos más empedernidos les echaremos mucho de menos. La suerte que tenemos es que, a su veterana (me da un no sé qué qué sé yo usar la palabra "avanzada" aquí) edad, estos cuatro grandes quieren seguir contando historias. Podrían retirase definitivamente y disfrutar de su familia, su bien ganada fama y su holgada (para alguno de ellos MUY holgada) cuenta bancaria. Sin embargo, aún disfrutan con su profesión, y nos hacen disfrutar a nosotros de su trabajo. Indudablemente, hay deslices: no siempre salen las cosas como a nosotros, y posiblemente a ellos, les gustaría, pero en general una entrada a una de sus películas es un dinero bien gastado.

Con su último trabajo (que será penúltimo en breve, porque, estajanovista como pocos, ya está metido de bruces en otro proyecto para el año próximo) Spielberg vuelve a dar una lección de narración cinematográfica clásica, algo habitual en él. Lo que no era tan habitual en sus últimos trabajos es que dicha lección sirviera de aderezo a un guión casi perfecto y a unos diálogos impecables. Dejamos aparte la factura técnica, que es tan intachable como de costumbre -tremendo el contraste entre el frío y tétrico Berlín y el luminoso suburbio residencial donde vive el protagonista, y aquí hay que descubrirse ante la fotografía de Janusz Kamiński- y hablaremos más adelante de la interpretación y la música...

El puente de los espías es cine clásico, pero clásico en el sentido del cine alumbrado por la generación de Spielberg y sus tres colegas mencionados más arriba, además de unos cuantos otros que ya no están o derivaron en otra dirección más errática. Ese cine de los años setenta que retomaba las ideas de los años cuarenta y cincuenta adaptándolas a la nueva tecnología y los gustos de los nuevos espectadores.

En ese cine hay mucho diálogo que, lejos de interferir en la historia contada, la hace avanzar y te dice cosas de los personajes. Hay por ello mucha cámara fija y plano largo, pero usados de forma nerviosa y rápida, al gusto de una audiencia que quiere que las cosas queden claras y al mismo tiempo transcurran con diligencia. Es un cine donde cada palabra y cada silencio cuentan algo, donde nada es ocioso. Todo funciona como un preciso reloj, pero de los de antes, de esos de bolsillo con una mecánica de engranajes perfectamente integrados, desde el arranque de la película, casi un cuarto de hora silente, sin diálogo ni música y con el mínimo efecto sonoro hasta la parte central de la película, con esos diálogos del abogado Donovan con sus diferentes interlocutores que en otras manos habrían resultado farragosos e interminables, o esa escena final en el puente, de pocas palabras pero con un montaje soberbio y un fondo musical que estremece (a falta de John Williams, tenemos a un Thomas Newman que adereza ese momento clave con una composición emotiva y eléctrica al mismo tiempo).

Y así avanza la película, sin estridencias ni alardes pero sin tiempo para la complacencia. Hasta que Donovan llega a Berlín y la acción empieza a precipitarse hacia el desenlace, hay tiempo para la reflexión y para la introspección, para conocer a los personajes, para plantearse el dilema que se nos ofrece: ¿se debe condenar a muerte a un espía en tiempos de histeria prebélica o mantenerlo con vida y guardárselo como el gambito de una complicada partida de ajedrez?

Entretanto, asistimos a una lección de historia sobre la guerra fría, la paranoia anticomunista en los Estados Unidos, el caso Rosenberg, la construcción del muro de Berlín y los primeros trágicos intentos de cruzarlo (contado por Spielberg con intensa brevedad), los incidentes de espionaje a uno y otro lado de dicho muro. Es cine judicial y cine de espías. Hay momentos hasta de comedia costumbrista brindada por un Tom Hanks que nos recuerda que ahí están sus raíces interpretativas y que sabe sacar partido humorístico de un abrigo robado en el gélido Berlín, de un tarro de mermelada encargo de una amante esposa o de algo tan sencillo como el deseo de volver a dormir en una cómoda cama...

La interpretación, y aquí hablo de oído, nunca mejor dicho, a la espera de escuchar las voces originales, es soberbia: contenida, expresiva, plena de potencia en las miradas. Hanks está inmenso, como lo está su antagonista Mark Rylance como el espía que no se considera ni héroe ni traidor, sino sencillamente una persona haciendo un trabajo... El resto del reparto, incluyendo a un Alan Alda que sigue dignificando toda película en la que interviene, está a la altura.

Si hay un pero que poner a la película es la trama del avión espía. Aunque evidentemente es importante porque desencadena el desenlace final, está narrada con mayor frialdad y no se acaba de entrar en ella ni en coger cariño a los personajes. Se ve más como un estorbo en la historia principal, la del abogado Donovan y el espía Abel. De hecho, la tercera pata del taburete, la historia del joven estudiante Pryor, es tratada más brevemente y sin embargo tiene más contundencia y emotividad.

Sea como sea, todo lleva a la parte final, en Berlín, donde se nota la impronta de dos de los guionistas, los hermanos Coen, en una trama saltarina, llena de trampas y cambios de rumbo que sin embargo nunca traicionan la narración  ni caen en la incongruencia, y que nos mantienen a los espectadores agarrados a nuestros asientos por mucho que intuyamos el final... y eso da mucho mérito a lo conseguido por Spielberg y su equipo en esta película.

En definitiva, hay que quitarse el sombrero ante el tío Steven, que a sus casi setenta años se nos muestra vital y en plena forma, y todo ello sin renunciar a su forma de hacer cine, que en general le ha servido durante cincuenta años de carrera para hacer eso en lo que destaca como pocos: contar una historia. Otra cosa es que luego esa historia nos interese o no. Lo cual, en este caso, es más que evidente: nos interesa, nos atrapa y nos emociona.

¡Salud!

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