Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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martes, 7 de febrero de 2012

Caso Contador: los barros y los lodos

Volvemos a empezar un envío hablando de tópicos sobre el maldito mundo actual que nos rodea. Y nos volvemos a quedar cortos, porque, a estas alturas de la película, incidir en la idea de la sociedad hipócrita que nos ha tocado en suerte, o en desgracia, vivir, es una pobre constatación de lo obvio. Alberto Contador ha sido sancionado con un rigor que va desde lo lógico a lo extremadamente riguroso, y mientras en la mayoría del planeta aplauden hasta con sus satisfechas orejas, aquí en Españistán nos ponemos el disfraz de víctimas y nos rasgamos las vestiduras, invocando venganza contra organizaciones de cabalísticas siglas (AMA, UCI, TAS)... y por supuesto, contra los franceses. Porque ya se sabe que todo lo malo que nos pasa es por culpa de la inmensa envidia que nos tienen.

Como pasa demasiadas veces, nadie tiene razón. O todos tienen parte de ella.

Para empezar limpiando la casa propia, hay que decir que refugiarse en el victimismo y acudir a la enésima conspiración antiespañola y judeo-masónica-universal da risa. El TAS no ha hecho más que aplicar una ley que todos los ciclistas, los equipos y las autoridades deportivas han aceptado. Que queda muy guay decir que sí, que todos queremos un deporte limpio en el que los atletas variados ganen rompiendo records y dando espectáculo porque son unos superhombres o están tocados por la gracia de los dioses del Olimpo deporivo.

Que por eso aceptamos reglas que en una sociedad de derecho clamarían al cielo, como estar obligados a presentar un pasaporte genético limpio para poder ejercer su trabajo, o no poderse tomar medicamentos que cualquier otro ser humano puede, y debe, si quiere cumplir con sus obligaciones laborales... por no hablar de que  debes dar cuenta siempre de donde estás, y estar disponible para ser escrutinado y analizado en cualquier momento o lugar, o atenerte a las consecuencias. Que le pregunten al ciclista danés Michael Rasmussen, expulsado y desposeído del liderato de un Tour de Francia que iba a ganar, sin haber dado ni un sólo positivo ese año, sólo porque no dio cuenta de donde estaba, y por ello no se presentó a unos preceptivos análisis.

Claro que entonces nosotros fuimos parte de los "aplausos orejeros", y dijimos con la boca bien grande que, a pesar de que no había indicios de que el danés se hubiera dopado, había incurrido en una falta administrativa que le hacía sospechoso. Dura lex sed lex. Por supuesto, que el mayor beneficiado de la aplicación inmisericorde de la ley fuera nuestro Alberto Contador, que se puso de líder y acabaría ganando ese Tour, no tenía nada que ver.

Pues bien, ahora ese mismo Contador ha incurrido en otra falta administrativa. En un análisis, su cuerpo denotó un nivel de una sustancia prohibida, en una cantidad que, mínuscula o no, esta penada por una ley que todos firmaron y aceptaron. Una cantidad que dicen algunos expertos es claramente insuficiente para elevar el rendimiento físico, pero de la que también dicen otros expertos que puede ser la traza restante de una ingestión mayor,  o incluso de otra actividad ilícita, una autotransfusión. Una cantidad que, como dice la abracadabrante sentencia del TAS, no demuestra que el ciclista se dopara, pero cuya existencia, instaurada reglamentariamente la sospecha, ha hecho que el ciclista no pudiera demostrar que NO lo hiciera. La abracadabrante historia del chuletón perdido le ha pasado factura al bueno de Alberto.

Repitamos el latinajo. Dura lex sed lex. Ni conspiraciones ni leches.

Ahora bien, ¿es esa ley justa? Ay amigo, ahora entramos en otra historia. En esta hipócrita sociedad en búsqueda de la limpieza hemos permitido que los deportistas no puedan tener los mismos derechos que cualquier otro. Hemos convertido al deporte en una profesión más de la que dependen muchas personas, pero le hemos despojado de los derechos que tienen otros trabajadores.

Admitimos, y, faltaría más, admiramos, la obra maestra que tal músico o tal literato creó bajo los efectos de sustancias perniciosas que potenciaron su capacidad creativa. Desde la administración, desde las empresas, se obliga a trabajadores con enfermedades a tomarse los medicamentos necesarios para poder ejercer su trabajo. Miramos hacia otro lado cuando ese estudiante, o ese opositor, se llena de anfetas, simpatina, cafeína, lo que haga falta, para poder estudiar noche tras noche.

Los deportistas, por supuesto, no pueden. Ellos deben ser limpios y puros. Pues bien, ¿por qué no serlo del todo? ¿Por qué no convertir al deporte en lo que era en origen, un juego donde se dirime quien es el mejor, donde se desafían las capacidades naturales del cuerpo humano, sin más? Despojémosle de su componente profesional y, desde luego, nacionalista.

Claro que eso sería quitarnos el circo, claro. El nuevo opio del pueblo. Se nos obliga a creer, a aceptar, que esos deportistas que nos encandilan con sus hazañas, y que nos llenan de orgullo patriótico, superan kilometrajes interminables, pendientes imposibles con poco más que platos de pasta y zumos de fruta. Y cuando uno de los nuestros es pillado, o sufre las consecuencias de una sospecha criminalizada, nos escandalizamos, al mismo nivel que nos alegramos cuando la víctima es de otro país.

Hemos admitido, en una vergonzosa ceremonia, que incluso se despoje al deportista del beneficio de la duda, de ese (peligro, que viene nuevo latinajo) in dubio pro reo del que cualquier otro ciudadano se habría beneficiado en un tribunal ordinario. No les quepa duda de que un tribunal no deportivo habría exculpado a Contador, igual que lo habría hecho con Rasmussen antes.

En conclusión, lamento lo que le ha pasado a Contador. No entro en su inocencia o culpabilidad, no sé si se ha dopado o no. Pero, más allá del perjuicio que el uso de tales sustancias pueda tener en el cuerpo humano, no me importa. Sigo admirando el ciclismo, y admiro a los Anquetil, Coppi, Merckx, Fuente, Hinault, Ocaña, Delgado, Indurain, Armstrong, Evans, Contador... porque sé que no hay sustancia que les convierta en superhombres. Ya lo son. Porque una persona normal no gana un Tour por mucho que se inyecte, de igual modo que ninguna dosis de LSD hace que ustedes o yo automáticamente escribamos la obra maestra literaria o la canción eterna.

Por supuesto, en un mundo ideal, de Quincey no habría escrito bajo los efectos del opio, ni Dylan, Lennon-McCartney o Jagger-Richards bajo los del LSD o la marihuana. Ni habría sospecha alguna sobre los héroes del deporte. Sus hazañas, sus logros, serían consecuencia de sus cerebros y cuerpos privilegiados y cultivados de forma natural.

Pero no estamos en ese mundo ideal. Cuanto antes nos despojemos de esa hipocresía, mejor. Quitémonos el barro pasado y nos quitaremos los lodos presentes.

O eso, o no tenemos ningún derecho a quejarnos cuando la pesada ley que hemos pergeñado nos caiga encima como la más dura de las losas.

¡¡Salud!!

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