Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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sábado, 26 de julio de 2014

Las víctimas que no existen

Entre mis muchas rarezas, y no vayan ustedes a creer que son cosas de maduro burguesote regordete en simulación diferida de vejez, que uno ya es maniático desde la tierna preadolescencia, está el indignarme cada vez que en el telediario o periódico de turno, al informar sobre tal guerra, atentado, accidente, epidemia, etc. se añada la coletilla "no hay víctimas españolas".

Toda la vida me han dicho amigos, conocidos y familiares, presumiblemente menos tiquismiquis y más mesurados que yo, que es lógico y normal. Que lo primero que interesa es tranquilizar a la gente de aquí que tenga parientes o amigos en el lugar del desastre, y que además, toda visión de una noticia en un país esta teñida de un ombliguismo nacionalista. En Francia, existirá la coletilla sobre la ausencia de víctimas francesas, y así sucesivamente.

Sin embargo, obstinado que es uno, por mucha lógica que haya en estos razonamientos, no dejo de pensar que para el ciudadano medio, y no digamos para el político, en el momento que quedamos tranquilos sabiendo que no hay ni amigos ni conocidos ni familiares ni compatriotas implicados en la catástrofe, nos alejamos de la tragedia y la vemos desde la cómoda distancia del que cree que el horror que le van a explicar y hacer ver no es cosa suya. Son asuntos de otros. Bastante hace, y cree cumplir con ello, con apesadumbrarse, horrorizarse incluso, al estilo de la Susanita mafaldiana que exclama "¡Qué barbaridad!" y sugiere irse a jugar, como si nada hubiera pasado. Que nada moleste nuestras relaciones, nuestras vidas, nuestras vacaciones, nuestro trabajo, nuestro ocio o nuestras propias preocupaciones.

Así, vacunados por la complacencia del que ve algo ajeno a su mundo, la tragedia adquiere tintes cinematográficos o novelescos y acaba convirtiéndose casi en una ficción. Las víctimas, la gente que sufre, se convierten en personajes y dejan de ser personas. Como si no existieran. Seguimos con nuestras vidas, pensando que nada podemos hacer, que es un teatro pergeñado por otros, y que a esos otros les corresponde solucionarlo.

Estas reflexiones vienen, como supondtán, a colación de la tragedia, a la vergüenza derramada por Israel en Gaza y Cisjordania, sobre la cual he escuchado esta semana opiniones como estas:

"Qué horror lo que está pasando... de todos modos, es su forma de vida. Están acostumbrados ya, para ellos lo normal es sufrir esos bombardeos."

"Es tremendo, pero no podemos hacer nada. Se están matando entre ellos, y ellos tendrán que encontrar una solución."

"Cuando sufrimos nuestra guerra civil, el mundo también miró horrorizado sin reaccionar. Era un asunto nuestro. Nosotros nos estábamos matando, la masacre no les afectaba."

Evidentemente, somos muy buenas personas. Nadie se alegra de lo que está pasando, todos miramos hipnotizados por el horror... pero por lo que se ve no hay nada que hacer. Eso está ocurriendo muy lejos de aquí... y cada cual tiene, ha tenido y tendrá sus propios problemas.

Y es cierto, solo esta ocurriendo en el planeta que compartimos, donde el aire que se respira o el agua que se remansa a miles de kilometros son el aire y el agua que tarde o temprano también nosotros respiraremos o beberemos. Los que están muriendo son de nuestra propia especie, gente que quizá algún día habríamos visto en persona, a nuestro lado... o a cuyos hijos y amigos podríamos llegar a ver.

¿No podemos hacer nada? Con la pasividad sí que no se hace nada, eso es lo cierto. Y no digo yo que suspendamos nuestra vida por cada tragedia lejana. Pero sí que evitemos el mero encogimiento de hombros y los juicios de valor que justifiquen nuestra pasividad. Siempre se puede hacer algo. La protesta, la solidaridad, el exigir responsabilidades, el negar la confianza a los gobernantes que están permitiendo que cosas así ocurran... pequeños detalles, pequeñas formalidades que juntas harían un gran movimiento.

Puede que no sean españolas, pero son nuestras víctimas. Existen. Y sufren.

¡Salud!

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