Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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sábado, 29 de noviembre de 2014

Fruta podrida y abandonada

Es una de esas noticias que dan colorido pintoresco a las secciones locales de los periódicos, aparentemente una anécdota simpática, pero de consecuencias graves para los ciudadanos que han de sufrir la circunstancia.

Un frutero residente en Gijón (y con nebulosos vínculos con gente relacionada con el 11-M) cierra su negocio con cientos de kilos de fruta dentro ("Frutero a la fuga"), mercancía que poco a poco va pudriéndose, atrayendo a insectos y creando un problema sanitario serio. Mientras que la cosa no avanza porque hay problemas burocráticos ("La Policía espera los permisos para limpiar la frutería llena de mercancía putrefacta") el marrón le pasa a la dueña del local, a la que ante la tocata y fuga de su realquilado le toca hacerse cargo de la situación ("La dueña de la frutería de Schulz tiene un mes de plazo para limpiarla"). Al final, dos meses después, todo parece solucionarse ("Retiran la mercancía podre de la frutería de la avenida de Schulz de Gijón"). Más vale tarde que nunca y fin de la cita.

No hace falta mucha imaginación para sublimar este abracadabrante hecho y hacer de él una metáfora de la España que nos ha tocado vivir a dos o tres generaciones de ciudadanos. Nos abrieron frutería nueva en nuestro edificio hace cosa ya de casi cuarenta años, y la recibimos con alborozo e ilusión. Bien es verdad que los nuevos propietarios tenían nebulosos vínculos con los antiguos dueños, pero miramos para otro lado, pensando que quizá ese no era momento de ser tiquismiquis, y mejor era tener a nuestra disposición fruta fresca de nuevo, aunque esa fruta no fuera de la calidad que queríamos.

Pero cuarenta años después los propietarios de la frutería nos han abandonado, más ocupados con sus propios asuntos, y la fruta se ha tornado putrefacta y maloliente, y ha acabado por atraer a insectos del tamaño de puños que no tienen remilgo alguno en engordar con ella. Y así estábamos, con el bloque de pisos en situación claramente insalubre, con algunos inquilinos abandonando el edificio o al borde de la ruina, y, encima, cargando con una falsa y vil culpa: nos decían que habíamos comido fruta por encima de nuestras posibilidades hasta que, ahítos, no pudimos comprar más.

Llega el día en que no aguantamos más, y protestamos. Exigimos responsabilidades. Pero las cosas de palacio van despacio, dicen, y todavía más en este país, y la maquinaría de la justicia, oxidada y llena de cuñas o zuecos (sabots, en francés) no reacciona. Solo cuando el clamor supera la execrable hediondez parece haber reacción, y ¡aleluya! por fin empieza a hacerse una limpieza. Final feliz, y a continuar con nuestras vidas como si no hubiera pasado nada.

O no. Porque la cuestión es que seguimos necesitando una frutería. Un local vacío, por muy limpio que haya quedado, no nos va a servir de mucho, y habrá que ver si estamos dispuestos a dejar que los nuevos realquilados sean amigos o conocidos del propietario anterior. Quizá sea hora de encargar a otros la gestión del negocio. Gente nueva, que traiga fruta fresca de verdad y de la mejor calidad. Hora de perder el miedo al riesgo, hora de recordar que hubo un momento en que fuimos jóvenes y nos arriesgamos.

Eso sí, como estamos escarmentados por la experiencia, habrá que asegurarse de que metamos en el negocio a gente de fiar, no dárselo a cualquiera que nos conquiste solo con palabras zalameras y promesas de la mejor fruta de la pasión, papayas con sabor a miel y jugosas y crujientes granadas.

Y, sobre todo y ante todo, tenemos que dejar bien claro al que venga que es solo un realquilado. Que los propietarios del local somos nosotros y que no volveremos a dejar que la fruta se pierda.

¡Salud!

(Noticias leídas en el periódico "El Comercio" de Gijón)

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