Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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domingo, 30 de noviembre de 2014

Juego de sangre

Estoy harto. Quiero pensar que estamos hartos. Quiero pensar que así lo estamos todas las personas que pacíficamente disfrutamos del fútbol, que lo usamos como una forma de entretenimiento que brevemente nos libera de las tensiones de la vida, que infantilmente destilamos en él inocentes rivalidades y que nos pasamos horas discutiendo el sexo de ángeles en fueras de juego por centímetros, penaltis no pitados, regates imposibles y pases en milimétrica parábola.

Y quiero pensar que estamos hartos de todos los cenutrios salvajes que mancillan nuestras calles, destrozan el mobiliario urbano y los locales por los que pasan cual caballo de Atila, promueven con sus palabras, gritos y cánticos todas las lindezas de las más arcaicas xenofobia, racismo y homofobia, y todo en nombre de una afición a la que dicen pertenecer, un equipo que dicen defender y una pasión por algo que en origen fue un bello deporte, luego un juego apasionante y que ellos están convirtiendo en una ceremonia inútil e infamante de sangre.

También estamos hartos de una prensa que se escandaliza cuando estalla la tragedia, pero que antes ha alojado a conatos de periodista que no miden sus palabras y son a veces base del odio, y, todavía peor, que permiten que en sus foros de internet se crucen los insultos y amenazas gentuza que usa el anonimato como escudo de su vergüenza.

No aguantamos más a los responsables de una competición que no tienen la compasión ni la más mínima responsabilidad para detener los partidos cuando el cadáver de las víctimas está aún caliente, más pendientes de los dividendos que produce el juego maldito y sin el valor de enfrentarse a estos niños mimados que constituyen parte de la afición por miedo a que no entiendan las razones de esa suspensión.

Detestamos hasta la rabia a dirigentes de equipos de fútbol que anuncian que ellos no pueden hacer nada, que estos hechos no tienen nada que ver con el deporte ni el club que administran, como si más de una vez no hubieran prestado su ayuda a estos grupos de bestias con la excusa de que dan colorido a las gradas y de que sus gritos enardecen el ambiente a favor del equipo.

Despreciamos a los futbolistas por no mostrar más fuerza y oposición a estos execrables sinvergüenzas, por no tomar medidas de presión que demuestren que en esas condiciones no se puede ni se debe jugar, y por, en algunos casos, hacerse fotos con ellos, mostrando un agradecimiento y un apoyo sonriente que les debería desprestigiar para siempre.

Nos negamos a seguir escuchando a una afición que en general también se escandaliza cuando llega el dolor, pero que rápidamente mira a otro lado con frases como "son una minoría", "no nos representan", rehuyendo su responsabilidad cuando con su silencio han dado alas a esos nuevos ángeles del infierno, por no hablar de cuando les han reído las gracias e incluso coreado alguno de sus  cánticos.

Finalmente, nos odiamos a nosotros mismos, porque nos gusta tanto el fútbol, nos encontramos tan a gusto en esta sinfonía de lo que creemos inocente rivalidad de un juego que cada vez es menos bonito, que cuando cicatrice la herida seguiremos atentos a lo que transcurre en los campos, perpetuando un círculo vicioso de odio y violencia.

Un círculo del que no somos culpables directos, pero que si tuviéramos valor podríamos cortar. Solo hay que dejar de ir a los estadios, no leer la prensa deportiva y apagar las televisiones hasta que se nos asegure que los dirigentes de este ex-juego y ex-deporte van a tomar las medidas para que la tragedia no vuelva a ocurrir.

Pero, cobardes niños mimados que somos, no haremos nada.

¡Salud!

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