Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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domingo, 23 de marzo de 2014

Se llama Adolfo... ¿No es maravilloso?

© Antonio Fraguas, "Forges", Espejo de Tinta S.L. 2006
Forges dibujó en su momento a unos ultramontanos fascistas en su bunker afirmando algo así al saber que, por sorpresa, el sucesor de Arias Navarro como presidente del gobierno en la recién renacida monarquía era el desconocido Adolfo Suárez. También es uno de los primeros recuerdos que uno tiene del que sería el primer presidente del que fui plenamente consciente, aunque fuera a traves de los chistes del susodicho Forges, o de Peridis, o de los comentarios jocosos que se hicieron a su costa. A fin de cuentas, mi generación, la del 62-63, vivió en la indefinición política, sin edad suficiente para haber sido corrido a hostias por los grises y más preocupada por el devenir de los Mazinger-Z o Starsky y Hutch...

Lo dicho, pues. Todo lo que uno ha aprendido sobre los años álgidos de Suárez no viene de la experiencia personal, sino de libros y análisis, algunos sesudos y otros alarmantemente superficiales, sobre su figura, sobre lo que representó para la España que vivimos hoy, la heredera, en todos los sentidos, de 40 años de retraso y dolor. Y ahora que el expresidente reclama su sitio en la eternidad llega el momento mayoritario de unos panegíricos exagerados y, como no, de minoritarios reproches cargados de mala baba e inquina.

© 1977 Time Inc.
Parece ser cierto el tópico de que al morir se hace tabula rasa y todos nos ennoblecemos.  O, en mi caso y en el de mis coetáneos, el de que miramos con nostalgia empañada de cariño a las figuras que guiaron nuestros años infantiles y juveniles. No menos cierto es también el de que el tiempo pone a cada uno en su sitio. En el ápice de su vida política, Suárez fue crucificado. Por todos. Por la derecha y la izquierda. Hasta por ese centro antinatural que él creó y que terminaría por devorarle, en una rebelión en toda regla de los hijos de Saturno. Sin embargo, con el paso del tiempo, la figura del abulense recuperó honor y dignidad, ya sea porque realmente se empezaron a valorar sus logros, porque otros vinieron que bueno le hicieron o por esa nostalgia que menciono líneas arriba...

Lo que dicen las biografías más curtidas es que Suárez fue un arribista con ansia de poder. Que se arrimó al árbol que más le convenía con tal de prosperar. Primero al Movimiento, luego al Príncipe de España, luego a la democracia. Era una hoja en blanco, permeable a todo lo que le pudiera beneficiar. Por eso el arquitecto inicial de la transición, Torcuato Fernández-Miranda, vio en él el timonel ideal para ese salto del franquismo a la democracia, o algo parecido, "de ley en ley". El Rey le pidió alguien de ese perfil, capaz de mantener y promover una herencia franquista, la monarquía, en un nuevo régimen, la democracia, y Torcuato dijo aquello de "estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido". Y aquí paz y después gloria. O viceversa.

Sin embargo, puede que Suárez se creyera su papel hasta el fondo. O que su innata inteligencia de político le enseñara que sí, que ese era el camino. La cuestión es que, cual Saulo devenido Pablo, se convirtió en el adalid del cambio de sistema, convencido demócrata no de toda la vida, pero sí de última hora. En un alarde maquiavélico, siguió los pasos marcados por "papá" Torcuato, pero empezó a tomar sus propias decisiones. La más sonada, la que nadie se esperaba, ni sus mas acérrimos críticos ni sus padrinos, fue la legalización del Partido Comunista, pergeñada a medias con un Carrillo que también tuvo la inteligencia de ver que en aquellos momentos era necesario ceder algo. No el principio lampedusiano del cambio para seguir igual, sino más bien el sacrificar principios para lograr un pequeño cambio necesario que pudiera llevar luego a cambios más profundos.


Su mayor error fue crear a base de retazos de diferentes cadáveres políticos la frankensteiniana UCD,
un engendro fabricado para legitimarse en el poder a base de votos (cosa que consiguió), pero que, como la criatura de Mary Shelley, acabaría rebelándose contra su creador. Suárez demostró ser un audaz legislador, pero un pésimo gobernante: no supo lidiar con el problema del terrorismo, le faltó valor para separar Iglesia y Estado en profundidad, y la economía se le fue de las manos. Todo eso acabó echándole a todas las fieras: su propio partido, la ultraderecha, los militares, la izquierda opositora... hasta el propio Rey, posiblemente.

Imagen tomada de El Mundo
Según Javier Cercas el 23-F fue en principio un golpe contra Suárez más que un golpe contra la democracia. El presidente lo veía venir, y con un emotivo y sincero discurso hizo lo que prácticamente ningún otro político en este país ha hecho jamás: dimitir para no ser un estorbo. No logró evitar el intento de involución, y nunca sabremos por qué, me temo... aunque eso le permitió quedar en las retinas de todo el mundo, aquella malhadada tarde de febrero, como un político recto y honesto. Tuvo además la honradez de volver a la política con un proyecto propio y de dejarlo cuando vio que no funcionaba, sin oir los cantos de sirena de los que le tentaron con ofertas más tentadoras a ambos lados de la acera ideológica..

Como tantos jóvenes de mi edad, en su momento le desprecié, y, si hubiera tenido la edad para ello, habría sido de aquellos que se manifestaban contra sus para muchos insuficientes medidas democratizadoras, provocando reacciones en él como aquella que tuvo cuando visitaba un pueblo con jóvenes manifestándose en su contra: Suárez salió de su coche y se encaró con los manifestantes espetándoles "¿Preferís volver a como estábamos antes?".

Ese era el Suárez más real posiblemente. Acabó siendo un iluminado convencido de que, incluso con sus limitaciones, estaba haciendo lo correcto, y lo único posible en aquella atribulada época. Con el paso del tiempo, a pesar de que no fue una transición tan modélica porque no estuvo exenta de sangre y víctimas, he llegado a creer que fue beneficioso porque aunque se estuvo cerca del desastre unas cuantas veces, se evitó, con talento y suerte a partes iguales. Y me niego a especular si la ruptura que muchos desearon hubiera sido mejor que la reforma planteada. La historia-ficción es un juego peligroso.

Para que este cuento de hadas termine bien, sería deseable que con la muerte de Suárez terminara de una vez por todas la Transición. Que en ella seguimos, treinta y cinco años después, y no parece ya tan bueno. La maquinaria que más o menos funcionó entonces está ahora oxidada, ferruñosa, y en algunos tramos, peligrosamente paralizada. Si queremos de verdad respetar el legado de Suárez (que intentarán capitalizar unos y otros ahora), habrá que tener el valor que él tuvo, y empezar a dar saltos hacia adelante. O volveremos a estar cerca del desastre.

Retomando el hilo inicial, debemos congratularnos de que las esperanzas del cenutrio fascista retratado por Forges se vieran truncadas. Se llamaba Adolfo, sí, pero para esas bestias pardas no fue maravilloso. Puede que tampoco fuera tan maravilloso para los demás como nos lo van a vender, pero negar las bondades de su paso por la vida política española sería de ingenuos. Y muy injusto.

Descanse en paz, presidente.

¡Salud!

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