Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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sábado, 28 de julio de 2012

La gran feria del deporte (cuatro años después)

Con la en su mayor parte brillante ceremonia de apertura de ayer, han dado comienzo los Juegos Olímpicos de Londres, que dejarán tras de sí un reguero de records, actuaciones memorables, sorpresas, decepciones y momentos emotivos. La misma rutina de cada cuatro años. Bendita rutina, ciertamente, porque durante tres semanas el aficionado al deporte disfrutará casi hasta el empacho. Pero parte de esta rutina incluye una retahila de comentarios que hablan del “afan de superación”, “limpia competitividad” y, sobre todo, el “espíritu olímpico”. Ja. El “espíritu olímpico” es una filfa. Un engañabobos. Algo que sólo se creerán quienes cierren los ojos a la realidad de lo que supone el deporte profesional hoy en día. Así que para evitar disgustos y disfrutar al 100% de este gigantesco evento, lo mejor sería enterrar dicho espíritu de una vez por todas.

Los Juegos Olímpicos surgieron como una ofrenda y homenaje a los dioses. Para que tal homenaje fuera lo más puro posible, como los dioses merecían, se pactaba la famosa tregua olímpica, según la cual se ponían en suspenso hostilidades entre pueblos. Las diferentes ciudades-estado participantes honraban y cargaban de prebendas a sus atletas triunfantes, porque el ganador era un elegido de los dioses y estos dones revertían en su ciudad de origen. Hasta aquí el famoso “espíritu olímpico”. Como dice el proverbio anglosajón, That was then and this is now. Eso era entonces y esto es ahora.

Ya no hay dioses a los que ofrendar los triunfos. Los atletas triunfantes se convierten en dioses por la admiración de un público fiel obnubilado por sus hazañas. Los triunfos de los atletas no llevan a dones para sus compatriotas, a no ser esa breve alegría, ese agudo éxtasis producido por el hecho de que un compatriota sea el mejor en alguna disciplina. No, ahora los propios atletas reciben los frutos de su esfuerzo, en forma de contratos publicitarios millonarios. Como ya no hay ofrenda a los dioses, no hay necesidad de esa “tregua olímpica” para honrarlos. Los atletas compiten a pesar de guerras, a pesar de que el país que les acoja o los que participen atenten contra libertades y la dignidad humana. Todo eso ya da igual. Lo que importa es competir. Triunfar. Dar espectáculo. Porque eso es el deporte: espectáculo. Y, siguiendo con dichos ingleses, the show must go on, el espectáculo debe continuar.

Y hay que reconocer que cada cuatro años se escenifica una representación de campanillas. Plena de un ritualismo casi religioso (la llegada de la antorcha y el encendido del pebetero, el juramento olímpico, el alza de las banderas, la entrega de medallas, los himnos…). Enmarcada entre dos ceremonias con las que el pais organizador intenta asombrar al mundo con el poder de su inventiva. Casi siempre lo consigue, y este año no ha sido excepción. Y entre medio, los atletas luchando por ganar, por conseguir la gloria. Lo importante no es participar, sino la medalla. Si no fuera así, no habría competición en el medallero, no se hablaría de fracaso si un país no consigue los triunfos esperados.

Así que basta ya de “espíritu olímpico” y quedémonos con el espectáculo. Con el ceremonial completo. Y las hazañas de los atletas. Durante casi tres semanas, estamos hipnotizados por la gran variedad que ofrece el deporte, con la magnitud de un acontecimiento único. Porque esa es la gran verdad de los Juegos Olímpicos. Son la gran feria del deporte. Cada cuatro años se expone al mundo no sólo lo mejor de cada disciplina deportiva (excepto en fútbol, por esa estúpida rivalidad entre el COI y la FIFA…), sino que se presentan puntualmente deportes que normalmente son ignorados… olímpicamente (si me permiten el chiste malo).

Como muchos aficionados, supongo, siempre que llego ante unos Juegos Olímpicos, me prometo que no voy a enchufarme al televisor, que sólo intentaré atender a esos deportes que sigo habitualmente: ciclismo, tenis, baloncesto, balonmano, fútbol… pero siempre caigo hechizado, y acabo viendo la natación sincronizada, y la gimnasia, y los saltos de trampolín, y el volley playa… hasta deportes tan aburridos de ver como la vela y la halterofilia. Somos los clientes de una gran feria, y no sólo visitamos los pabellones o stands que nos interesan, si no que también nos paramos, aunque sea brevemente, en otros que serían ignorados en condiciones normales. Y así ocurre, tristemente. Porque esos deportes “menores” desaparecen de las pantallas de televisión y de los titulares una vez terminada la feria.

Y claro, como una feria es un espectáculo, pero también una fuente de recursos económicos, las diferentes ciudades del mundo se la disputan. Bien organizada, los beneficios son evidentes. No importa que el país organizador, como dije ahí arriba, se pase por el forro los derechos humanos. Y no me refiero solo a China, que se han celebrado Juegos en Moscú, en el Berlín nazi…. en Estados Unidos, donde uno de los derechos humanos fundamentales es mutilado a través de la pena de muerte… Una ciudad que celebra los Juegos gana prestigio, que al final revierte en dinero. Y no sólo el que viene a través de la comercialización de símbolos y mascotas.

Pero claro, un espectáculo necesita glamour, y llamar a este evento “Feria del Deporte” no es muy glamouroso, la verdad. Así que, vale, llamémoslos Juegos Olímpicos. Y disfrutemos cada cuatro años de las hazañas de los atletas. Y alegrémonos de las victorias de nuestros compatriotas. Pero siempre sabiendo de qué va en realidad el invento.

Londres 2012 acaba de empezar. Bienvenido sea.

Adeu i bona sort.

Nota: esta entrada es, casi literalmente, la misma que publiqué hace cuatro años en mi antiguo blog; como sigue vigente, me permito repetirla aquí, cambiando sólo las referencias temporales.

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