Con la en su mayor parte brillante ceremonia de apertura de ayer, han dado comienzo los Juegos Olímpicos de Londres, que dejarán tras de
sí un reguero de records, actuaciones memorables, sorpresas, decepciones
y momentos emotivos. La misma rutina de cada cuatro años. Bendita
rutina, ciertamente, porque durante tres semanas el aficionado al
deporte disfrutará casi hasta el empacho. Pero parte de esta rutina
incluye una retahila de comentarios que hablan del “afan de superación”,
“limpia competitividad” y, sobre todo, el “espíritu olímpico”. Ja. El “espíritu olímpico” es una filfa.
Un engañabobos. Algo que sólo se creerán quienes cierren los ojos a la
realidad de lo que supone el deporte profesional hoy en día. Así que
para evitar disgustos y disfrutar al 100% de este gigantesco evento, lo
mejor sería enterrar dicho espíritu de una vez por todas.
Los Juegos Olímpicos surgieron como una ofrenda y homenaje a los
dioses. Para que tal homenaje fuera lo más puro posible, como los dioses
merecían, se pactaba la famosa tregua olímpica, según la cual se ponían
en suspenso hostilidades entre pueblos. Las diferentes ciudades-estado
participantes honraban y cargaban de prebendas a sus atletas
triunfantes, porque el ganador era un elegido de los dioses y estos
dones revertían en su ciudad de origen. Hasta aquí el famoso “espíritu
olímpico”. Como dice el proverbio anglosajón, That was then and this is now. Eso era entonces y esto es ahora.
Ya no hay dioses a los que ofrendar los triunfos. Los atletas
triunfantes se convierten en dioses por la admiración de un público fiel
obnubilado por sus hazañas. Los triunfos de los atletas no llevan a
dones para sus compatriotas, a no ser esa breve alegría, ese agudo
éxtasis producido por el hecho de que un compatriota sea el mejor en
alguna disciplina. No, ahora los propios atletas reciben los frutos de
su esfuerzo, en forma de contratos publicitarios millonarios. Como ya no
hay ofrenda a los dioses, no hay necesidad de esa “tregua olímpica”
para honrarlos. Los atletas compiten a pesar de guerras, a pesar de que
el país que les acoja o los que participen atenten contra libertades y la dignidad humana.
Todo eso ya da igual. Lo que importa es competir. Triunfar. Dar
espectáculo. Porque eso es el deporte: espectáculo. Y, siguiendo con
dichos ingleses, the show must go on, el espectáculo debe continuar.
Y hay que reconocer que cada cuatro años se escenifica una
representación de campanillas. Plena de un ritualismo casi religioso (la
llegada de la antorcha y el encendido del pebetero, el juramento
olímpico, el alza de las banderas, la entrega de medallas, los himnos…).
Enmarcada entre dos ceremonias con las que el pais organizador intenta
asombrar al mundo con el poder de su inventiva. Casi siempre lo
consigue, y este año no ha sido excepción. Y entre medio, los atletas
luchando por ganar, por conseguir la gloria. Lo importante no es
participar, sino la medalla. Si no fuera así, no habría competición en
el medallero, no se hablaría de fracaso si un país no consigue los
triunfos esperados.
Así que basta ya de “espíritu olímpico” y quedémonos con el
espectáculo. Con el ceremonial completo. Y las hazañas de los atletas.
Durante casi tres semanas, estamos hipnotizados por la gran variedad que
ofrece el deporte, con la magnitud de un acontecimiento único. Porque
esa es la gran verdad de los Juegos Olímpicos. Son la gran feria del
deporte. Cada cuatro años se expone al mundo no sólo lo mejor de cada
disciplina deportiva (excepto en fútbol, por esa estúpida rivalidad
entre el COI y la FIFA…), sino que se presentan puntualmente deportes
que normalmente son ignorados… olímpicamente (si me permiten el chiste
malo).
Como muchos aficionados, supongo, siempre que llego ante unos Juegos Olímpicos, me prometo que no
voy a enchufarme al televisor, que sólo intentaré atender a esos deportes
que sigo habitualmente: ciclismo, tenis, baloncesto, balonmano, fútbol…
pero siempre caigo hechizado, y acabo viendo la natación sincronizada, y
la gimnasia, y los saltos de trampolín, y el volley playa… hasta
deportes tan aburridos de ver como la vela y la halterofilia. Somos los
clientes de una gran feria, y no sólo visitamos los pabellones o stands
que nos interesan, si no que también nos paramos, aunque sea brevemente,
en otros que serían ignorados en condiciones normales. Y así ocurre,
tristemente. Porque esos deportes “menores” desaparecen de las pantallas
de televisión y de los titulares una vez terminada la feria.
Y claro, como una feria es un espectáculo, pero también una fuente de
recursos económicos, las diferentes ciudades del mundo se la disputan.
Bien organizada, los beneficios son evidentes. No importa que el país
organizador, como dije ahí arriba, se pase por el forro los derechos
humanos. Y no me refiero solo a China, que se han celebrado Juegos en
Moscú, en el Berlín nazi…. en Estados Unidos, donde uno de los derechos
humanos fundamentales es mutilado a través de la pena de muerte… Una
ciudad que celebra los Juegos gana prestigio, que al final revierte en
dinero. Y no sólo el que viene a través de la comercialización de
símbolos y mascotas.
Pero claro, un espectáculo necesita glamour, y llamar a este evento
“Feria del Deporte” no es muy glamouroso, la verdad. Así que, vale,
llamémoslos Juegos Olímpicos. Y disfrutemos cada cuatro años de las
hazañas de los atletas. Y alegrémonos de las victorias de nuestros
compatriotas. Pero siempre sabiendo de qué va en realidad el invento.
Londres 2012 acaba de empezar. Bienvenido sea.
Adeu i bona sort.
Nota: esta entrada es, casi literalmente, la misma que publiqué hace cuatro años en mi antiguo blog; como sigue vigente, me permito repetirla aquí, cambiando sólo las referencias temporales.
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