Farmacia de Alonso Luengo, en León. Foto de Jordiasturies.

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viernes, 26 de julio de 2013

MAIZÓN

  Hace un par de años escribí este post glosando la figura de Jesús Castro para la desaparecida página "El banquillo visitante". Hoy, que se cumplen veinte años de la muerte del futbolista, lo recupero. Aunque perdido no estaba, porque aparece, aunque sin acreditación a su autor, servidor de ustedes, en esta página. Sirva de homenaje, en estos días tristes, al antiguo portero del Sporting y, en general a todos los fallecidos en trágicas circunstancias...

Maizón

    Esta podría ser la historia de un guaje de siete años abducido por el fútbol. Y por un equipo con camiseta rojiblanca. Un chaval que probó su primer bocado de un partido en directo a finales de una temporada, en la primavera de 1970, en la que el equipo de su ciudad estaba a punto de conseguir el ascenso a Primera División.

    Fue un bocado breve, pero como proverbialmente se dice, intenso. Consistió en que un domingo   realmente primaveral, en el que como tantos otros niños gijoneses disfrutaba de los juegos en el Parque de Isabel la Católica, a la sombra de El Molinón, su padre observó que a pesar de que aún no había acabado el partido, del que llegaba el rumor satisfecho de la afición, se había abierto una de las puertas laterales del estadio, en el fondo norte, a la vera del río Piles. Allá que fue ese niño, a hombros de su padre, y pudo empaparse de un ambiente eufórico, alegre.

   Le dio tiempo sólo a ver un par de jugadas, al árbitro señalar el final, y a observar el estallido de alegría de un público que, como se enteró más tarde, estaba ya casi celebrando el ascenso. Pocos días después una revista publicaba un poster con la alineación tipo de aquella temporada gloriosa, y ese chavalito de siete años, que aún no había visto ningún partido completo, se empapó de sportinguismo, y lo colgó en la pared de su habitación, donde orgullosamente estuvo expuesto meses y meses, dando tiempo a que el guaje se aprendiera de memoria una serie de nombres y caras que aún no le decían mucho, pero que pronto lo harían: Castro, Echevarría, Alonso, Herrero I, Puente, Jose Manuel, Herrero II, Quini, Paquito, Valdés y Churruca.

   El abuelo, más metido en esto del fútbol y el Sporting que el padre, tomó el relevo, e hizo al nieto socio, dando pie a quince años de pasión futbolística por el equipo de su ciudad. Los domingos se convirtieron en un ritual apasionante de acompañar al abuelo, y a otro querido pariente, su tío, a ver partidos. Fueron años ilusionantes, de sustos, tristezas y alegrías… y de muy buen fútbol. Las alineaciones cambiaban, los nombres iban y venían… pero se mantenían dos constantes inalterables. Siempre empezaban por el nombre “Castro” y hacia el final aparecía otro nombre, “Quini”.

   Poco tardó el imberbe chavalete en enterarse de que a pesar de la disparidad de los nombres, los dos jugadores eran hermanos. Quini, Enrique Castro, marcaba los goles y encandilaba a las aficiones. Joven enjuto, con cara de pillo, aparentemente endeble y bajito, pero con piernas de acero, cabeza voladora y picardía a raudales. Castro era Jesús, Jesús Castro, y le tocaba la tarea más incómoda. Evitar los goles, matar la esencia del fútbol. Tenía ese puesto que cuando el guaje y sus amigos jugaban nadie quería. Todos querían ser Quini, o Churruca, o Ferrero… pero nadie quería ser Castro.

    El portero era la cenicienta del grupo, el que se quedaba entre los dos postes o palos o columnas (o incluso meros jerseys tirados en el suelo) que ejercían de portería, mientras sus amigos disfrutaban de las carreras desenfrenadas sobre el prado o el cemento, y levantaban las manos en gestos teatrales imitando a sus ídolos. Para más inri, cuando al pringado que le tocaba la portería le llegaba la pelota y hacía la pose de la parada imposible, le caía el sambenito de “palomitero”. Triste sino.

   En la vida real, el trato al portero, el matagoles, y al delantero, el que los anota, no era muy diferente. Quini se convirtió con el paso de los años en “El Brujo”. Connotaciones mágicas, esotéricas. ¿Y Castro, el hermano pequeño que paradójicamente había sido el primero en llegar al Sporting? Castro, Jesús Castro, se convirtió en el “Maizón”. Tienes que haber vivido en el norte en general, y en Asturias en particular, para saber lo que significa ese cereal para nuestras tierras, plenas de campos verdes que devienen amarillos cuando estallan con todo su colorido las panoyas o panochas, como aquí llamamos a las mazorcas… sí, esas que en las películas yanquis vemos comidas a mordiscos…

    Castro lucía un cabello rubio, primero corto y luego, con el paso del tiempo y la llegada de las modas capilares, ensortijado a la manera de un maduro Bob Dylan, que a la luz del sol lucía como la más orgullosa panoya de maíz… aunque no faltaban las malas lenguas que daban otro origen al apodo… un origen ciertamente denigrante. Debo reconocer que ignoro si todavía se usa ahora, pero en esos tiempos, cuando un asturiano se mostraba indolente o sencillamente distraido, se le decía “vaya panoya que tienes” (en otros lugares se diría más “vaya empanada”), como si esa persona fuera una mazorca de maiz sin nada más que hacer que seguir dorándose al sol… y muchos daban ese carácter al bueno de Jesús Castro, que era un guardameta tranquilo, sin gestos cara a la galería, poco amigo de salir de la portería, donde era el dueño y señor indiscutible, como sabedor que lejos de ella perdía parte de sus poderes.

   De ahí que, merced a esta aparente calma, el apelativo cariñoso de “Maizón” se convertía en algo peyorativo demasiadas veces. Y era injusto, claro. Porque, aunque, como todo portero, tuvo sus fallos e indecisiones, Castro, el gran “Maizón”, fue un excelente arquero, un seguro para un Sporting que paulatinamente iba haciéndose un nombre en el mapa futbolístico del país. Tenía que competir con su falta de carisma, o con la popularidad de los jugadores de campo que iban y venían, y sobre todo con toda la electricidad que ponía en el campo y las gradas su hermano.

   Pero Jesús supo ser humilde, seguir cumpliendo con su trabajo y dejar que otros, alguna vez incluso con menos méritos que él, se llevaran los oropeles de la gloria. Y eso que la constante seguía siendo él. Porque las alineaciones seguían cambiando, pero Castro era siempre el punto de partida. Y llegó una alineación en concreto, otra que los sportinguistas memorizamos, porque alumbró el mejor equipo gijonés de la historia, si me permiten la osadía, por juego, un anticipo del dream team cruyffista de diez años más tarde. Ahí queda eso. Pero estoy con mis recuerdos infantiles y juveniles, que siempre son magnificados, así que me perdonarán el “pecado”.

   Eran los Castro, Redondo, Doria, Rezza, Cundi, Joaquín, Mesa, Uría, Quini, Morán y Ferrero, secundados y/o aumentados por Jiménez, Maceda, Killer, Ciriaco, Valdés y tantos otros. Para entonces aquel guaje ya de 17 años se había “independizado” del abuelo y abandonado la comodidad (fria y dura, pero reposo para las posaderas) del banco corrido de madera por la aspera grada de cemento del fondo norte, donde, de pie, el calor lo ponía el grupo de amigos con el que empezaba a disfrutar del fútbol como sólo sabe hacerlo la adolescencia. Fueron dos, tres años inolvidables, de rivalizar con el Madrid (y el guaje fue de los primeros en España de gritar en un estadio el “Así, así, así gana el Madrid”, aunque no sabe si tenerlo a orgullo), de llegar a finales de Copa, de triunfos inolvidables, de participaciones en competiciones europeas…

   Y en todos esos momentos estuvo Castro, el “maizón”, el único fiel, porque hasta su hermano, el ídolo Enrique, acabaría haciendo las maletas… También es verdad que unos pocos años antes al guaje le había picado otro bicho futbolístico, el barcelonismo, y aunque de momento sofocado por el más radical, más intenso, amor por el club de su ciudad, esperaba su momento… pero esa es otra historia… El guaje reconvertido en adolescente llegó a la juventud de los ilusionantes veinte años, y como cualquier otro individuo de su edad, había descubierto que en la vida había más que fútbol: los amigos (¡y las amigas!), los bares, el cine, la música, los comics, los libros… demasiadas cosas en las que repartir el dinero.

   Y, coincidiendo con un año en el que hubo una subida de la tarifa de socio, 1983, el ex-guaje de siete años que iba al fútbol con su abuelo, el ex-adolescente que saltaba en la grada con su pandilla, tuvo que elegir. Y dejó el fútbol, y al Sporting. Y, en una extraña coincidencia de esas, ese mismo año Castro, el gran “Maizón”, debía dejar también el fútbol, abrumado por tantos años de servicio, y de una crónica lesión de espalda que le permitió ser el primer futbolista español en conseguir una pensión de invalidez. Porque esa era otra de las características de Castro.

   Tras su aparente calma, su aparente falta de carisma, era un luchador nato. Honrado a carta cabal, nunca prepotente o follonero, pero siempre dispuesto a pelear por lo que consideraba justo. A la chita callando, sin alardear de nada. Como una imperturbable y superviviente panoya de maíz al sol… Superviviente… quizá no debería haber usado esta palabra. Es dolorosa en este caso. Pasaron más años. El ex –guaje, ex –adolescente, ex –joven, se convirtió en un maduro con línea de la felicidad. Más culé ya que sportinguista en lo que a fútbol se refiere, pero siempre de salón o bar, del cómodo sillón-bol. Los tiempos de militancia futbolera habían pasado ya. Otras alineaciones ocupaban su memoria, y no eran las del Sporting.

   Sabía de los Ablanedo, claro, y alguno más… pero no era como antes. El sportinguismo se había atenuado… al igual que la presencia en su vida de gente como el “maizón”… …hasta aquella malhadada tarde de un verano de 1993, en la que pudo leer en la prensa que Castro había fallecido ahogado al intentar, y conseguir, salvar a dos niños ingleses que habían quedado atrapados en una zona de remolinos de la cántabra playa de Pechón… Leías las crónicas y te quedabas de piedra… unas decían que ya había estado involucrado en un incidente similar días antes… otras mencionaban que era mal nadador o incluso que no sabía nadar… pero nada de eso le echó para atrás. Pero ese era el “maizón”. Luchador. Pensando en los demás.

   Sin pensar en las consecuencias. Llevaba años, diez en concreto, sin oir de él y de repente se me llenaba la mente de recuerdos, de quince años de asistencia a El Molinón, siempre con la previsible, tranquilizadora presencia de Castro en la portería… Y me di cuenta de que con Castro se iba una parte de mi vida. No se iba ni mi sportinguismo, por muy atenuado que estuviera ya, ni mi pasión por el fútbol, faltaría más… pero si que se daba carpetazo a esta historia que he contado en estas líneas, la historia de un guaje de siete años abducido por el fútbol… que es también la historia, MI historia, de Jesús Castro, el “Maizón”. Pero es una historia incompleta si no hay epílogo.

    El pasado 23 de enero de 2011 Jesús Castro habría cumplido 60 años. Corrección: los ha cumplido. Quizás no haya usado tan mal la palabra “superviviente” unas pocas líneas arriba. Si vienes a Gijón alguna vez, hacía el final de la playa, cuando termina la interminable hilera de la espantosa fachada marítima de la ciudad, verás a la derecha el desvío al Parque de Isabel la Católica. Pero sigue un poquito, ya tendrás tiempo de pasear por ese sereno vergel. Cruza el puente sobre el río Piles y, ahora sí, gira a la derecha. Olvídate de dos horribles moles, cada una de un establecimiento hostelero, y pronto verás a tu izquierda un parquecillo. Pequeño, recoleto. Ideal para sentarse a la sombra de un árbol y descansar, meditar, leer un libro. O no hacer nada. Quizá sólo dorarse al sol, como una panoya de maíz. Es el parque “Hermanos Castro”, el homenaje de Gijón a dos personas que se hicieron gijonesas sin ser nativas por el esfuerzo y cariño que han demostrado por uno de los símbolos de la ciudad. Cerca, unos cien metros más abajo, está El Molinón. El recuerdo del menor de los hermanos, Jesús Castro, sobrevive en ese parquecillo, atento al devenir del equipo. Gracias por todo, “maizón”. Y buena suerte, allá donde estés.

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