Hace un par de años escribí este post glosando la figura de Jesús Castro para la desaparecida página "El banquillo visitante". Hoy, que se cumplen veinte años de la muerte del futbolista, lo recupero. Aunque perdido no estaba, porque aparece, aunque sin acreditación a su autor, servidor de ustedes, en esta página. Sirva de homenaje, en estos días tristes, al antiguo portero del Sporting y, en general a todos los fallecidos en trágicas circunstancias...
Maizón
    Esta podría ser la historia de un guaje de siete años abducido por el
 fútbol. Y por un equipo con camiseta rojiblanca. Un chaval que probó su
 primer bocado de un partido en directo a finales de una temporada, en 
la primavera de 1970, en la que el equipo de su ciudad estaba a punto de
 conseguir el ascenso a Primera División.
    Fue un bocado breve, pero como proverbialmente se dice, intenso. 
Consistió en que un domingo   realmente primaveral, en el que como tantos 
otros niños gijoneses disfrutaba de los juegos en el Parque de Isabel la
 Católica, a la sombra de El Molinón, su padre observó que a pesar de 
que aún no había acabado el partido, del que llegaba el rumor satisfecho
 de la afición, se había abierto una de las puertas laterales del 
estadio, en el fondo norte, a la vera del río Piles. Allá que fue ese 
niño, a hombros de su padre, y pudo empaparse de un ambiente eufórico, 
alegre.
   Le dio tiempo sólo a ver un par de jugadas, al árbitro señalar el 
final, y a observar el estallido de alegría de un público que, como se 
enteró más tarde, estaba ya casi celebrando el ascenso. Pocos días 
después una revista publicaba un poster con la alineación tipo de 
aquella temporada gloriosa, y ese chavalito de siete años, que aún no 
había visto ningún partido completo, se empapó de sportinguismo, y lo 
colgó en la pared de su habitación, donde orgullosamente estuvo expuesto
 meses y meses, dando tiempo a que el guaje se aprendiera de memoria una
 serie de nombres y caras que aún no le decían mucho, pero que pronto lo
 harían: Castro, Echevarría, Alonso, Herrero I, Puente, Jose Manuel, 
Herrero II, Quini, Paquito, Valdés y Churruca.
   El abuelo, más metido en esto del fútbol y el Sporting que el padre, 
tomó el relevo, e hizo al nieto socio, dando pie a quince años de pasión
 futbolística por el equipo de su ciudad. Los domingos se convirtieron 
en un ritual apasionante de acompañar al abuelo, y a otro querido 
pariente, su tío, a ver partidos. Fueron años ilusionantes, de sustos, 
tristezas y alegrías… y de muy buen fútbol. Las alineaciones cambiaban, 
los nombres iban y venían… pero se mantenían dos constantes 
inalterables. Siempre empezaban por el nombre “Castro” y hacia el final 
aparecía otro nombre, “Quini”.
   Poco tardó el imberbe chavalete en enterarse de que a pesar de la 
disparidad de los nombres, los dos jugadores eran hermanos. Quini, 
Enrique Castro, marcaba los goles y encandilaba a las aficiones. Joven 
enjuto, con cara de pillo, aparentemente endeble y bajito, pero con 
piernas de acero, cabeza voladora y picardía a raudales. Castro era 
Jesús, Jesús Castro, y le tocaba la tarea más incómoda. Evitar los 
goles, matar la esencia del fútbol. Tenía ese puesto que cuando el guaje
 y sus amigos jugaban nadie quería. Todos querían ser Quini, o Churruca,
 o Ferrero… pero nadie quería ser Castro.
    El portero era la cenicienta del grupo, el que se quedaba entre los 
dos postes o palos o columnas (o incluso meros jerseys tirados en el 
suelo) que ejercían de portería, mientras sus amigos disfrutaban de las 
carreras desenfrenadas sobre el prado o el cemento, y levantaban las 
manos en gestos teatrales imitando a sus ídolos. Para más inri, cuando 
al pringado que le tocaba la portería le llegaba la pelota y hacía la 
pose de la parada imposible, le caía el sambenito de “palomitero”. 
Triste sino.
   En la vida real, el trato al portero, el matagoles, y al delantero, 
el que los anota, no era muy diferente. Quini se convirtió con el paso 
de los años en “El Brujo”. Connotaciones mágicas, esotéricas. ¿Y Castro,
 el hermano pequeño que paradójicamente había sido el primero en llegar 
al Sporting? Castro, Jesús Castro, se convirtió en el “Maizón”. Tienes 
que haber vivido en el norte en general, y en Asturias en particular, 
para saber lo que significa ese cereal para nuestras tierras, plenas de 
campos verdes que devienen amarillos cuando estallan con todo su 
colorido las panoyas o panochas, como aquí llamamos a las mazorcas… sí, 
esas que en las películas yanquis vemos comidas a mordiscos…
    Castro lucía un cabello rubio, primero corto y luego, con el paso del
 tiempo y la llegada de las modas capilares, ensortijado a la manera de 
un maduro Bob Dylan, que a la luz del sol lucía como la más orgullosa 
panoya de maíz… aunque no faltaban las malas lenguas que daban otro 
origen al apodo… un origen ciertamente denigrante. Debo reconocer que 
ignoro si todavía se usa ahora, pero en esos tiempos, cuando un 
asturiano se mostraba indolente o sencillamente distraido, se le decía 
“vaya panoya que tienes” (en otros lugares se diría más “vaya 
empanada”), como si esa persona fuera una mazorca de maiz sin nada más 
que hacer que seguir dorándose al sol… y muchos daban ese carácter al 
bueno de Jesús Castro, que era un guardameta tranquilo, sin gestos cara a
 la galería, poco amigo de salir de la portería, donde era el dueño y 
señor indiscutible, como sabedor que lejos de ella perdía parte de sus 
poderes.
   De ahí que, merced a esta aparente calma, el apelativo cariñoso de 
“Maizón” se convertía en algo peyorativo demasiadas veces. Y era 
injusto, claro. Porque, aunque, como todo portero, tuvo sus fallos e 
indecisiones, Castro, el gran “Maizón”, fue un excelente arquero, un 
seguro para un Sporting que paulatinamente iba haciéndose un nombre en 
el mapa futbolístico del país. Tenía que competir con su falta de 
carisma, o con la popularidad de los jugadores de campo que iban y 
venían, y sobre todo con toda la electricidad que ponía en el campo y 
las gradas su hermano.
   Pero Jesús supo ser humilde, seguir cumpliendo con su trabajo y dejar
 que otros, alguna vez incluso con menos méritos que él, se llevaran los
 oropeles de la gloria. Y eso que la constante seguía siendo él. Porque 
las alineaciones seguían cambiando, pero Castro era siempre el punto de 
partida. Y llegó una alineación en concreto, otra que los sportinguistas
 memorizamos, porque alumbró el mejor equipo gijonés de la historia, si 
me permiten la osadía, por juego, un anticipo del dream team cruyffista 
de diez años más tarde. Ahí queda eso. Pero estoy con mis recuerdos 
infantiles y juveniles, que siempre son magnificados, así que me 
perdonarán el “pecado”.
   Eran los Castro, Redondo, Doria, Rezza, Cundi, Joaquín, Mesa, Uría, 
Quini, Morán y Ferrero, secundados y/o aumentados por Jiménez, Maceda, 
Killer, Ciriaco, Valdés y tantos otros. Para entonces aquel guaje ya de 
17 años se había “independizado” del abuelo y abandonado la comodidad 
(fria y dura, pero reposo para las posaderas) del banco corrido de 
madera por la aspera grada de cemento del fondo norte, donde, de pie, el
 calor lo ponía el grupo de amigos con el que empezaba a disfrutar del 
fútbol como sólo sabe hacerlo la adolescencia. Fueron dos, tres años 
inolvidables, de rivalizar con el Madrid (y el guaje fue de los primeros
 en España de gritar en un estadio el “Así, así, así gana el Madrid”, 
aunque no sabe si tenerlo a orgullo), de llegar a finales de Copa, de 
triunfos inolvidables, de participaciones en competiciones europeas…
   Y en todos esos momentos estuvo Castro, el “maizón”, el único fiel, 
porque hasta su hermano, el ídolo Enrique, acabaría haciendo las 
maletas… También es verdad que unos pocos años antes al guaje le había 
picado otro bicho futbolístico, el barcelonismo, y aunque de momento 
sofocado por el más radical, más intenso, amor por el club de su ciudad,
 esperaba su momento… pero esa es otra historia… El guaje reconvertido 
en adolescente llegó a la juventud de los ilusionantes veinte años, y 
como cualquier otro individuo de su edad, había descubierto que en la 
vida había más que fútbol: los amigos (¡y las amigas!), los bares, el 
cine, la música, los comics, los libros… demasiadas cosas en las que 
repartir el dinero.
   Y, coincidiendo con un año en el que hubo una subida de la tarifa de 
socio, 1983, el ex-guaje de siete años que iba al fútbol con su abuelo, 
el ex-adolescente que saltaba en la grada con su pandilla, tuvo que 
elegir. Y dejó el fútbol, y al Sporting. Y, en una extraña coincidencia 
de esas, ese mismo año Castro, el gran “Maizón”, debía dejar también el 
fútbol, abrumado por tantos años de servicio, y de una crónica lesión de
 espalda que le permitió ser el primer futbolista español en conseguir 
una pensión de invalidez. Porque esa era otra de las características de 
Castro.
   Tras
 su aparente calma, su aparente falta de carisma, era un luchador nato. 
Honrado a carta cabal, nunca prepotente o follonero, pero siempre 
dispuesto a pelear por lo que consideraba justo. A la chita callando, 
sin alardear de nada. Como una imperturbable y superviviente panoya de 
maíz al sol… Superviviente… quizá no debería haber usado esta palabra. 
Es dolorosa en este caso. Pasaron más años. El ex –guaje, ex 
–adolescente, ex –joven, se convirtió en un maduro con línea de la 
felicidad. Más culé ya que sportinguista en lo que a fútbol se refiere, 
pero siempre de salón o bar, del cómodo sillón-bol. Los tiempos de 
militancia futbolera habían pasado ya. Otras alineaciones ocupaban su 
memoria, y no eran las del Sporting.
   Sabía de los Ablanedo, claro, y alguno más… pero no era como antes. 
El sportinguismo se había atenuado… al igual que la presencia en su vida
 de gente como el “maizón”… …hasta aquella malhadada tarde de un verano 
de 1993, en la que pudo leer en la prensa que Castro había fallecido 
ahogado al intentar, y conseguir, salvar a dos niños ingleses que habían
 quedado atrapados en una zona de remolinos de la cántabra playa de 
Pechón… Leías las crónicas y te quedabas de piedra… unas decían que ya 
había estado involucrado en un incidente similar días antes… otras 
mencionaban que era mal nadador o incluso que no sabía nadar… pero nada 
de eso le echó para atrás. Pero ese era el “maizón”. Luchador. Pensando 
en los demás.
   Sin pensar en las consecuencias. Llevaba años, diez en concreto, sin 
oir de él y de repente se me llenaba la mente de recuerdos, de quince 
años de asistencia a El Molinón, siempre con la previsible, 
tranquilizadora presencia de Castro en la portería… Y me di cuenta de 
que con Castro se iba una parte de mi vida. No se iba ni mi 
sportinguismo, por muy atenuado que estuviera ya, ni mi pasión por el 
fútbol, faltaría más… pero si que se daba carpetazo a esta historia que 
he contado en estas líneas, la historia de un guaje de siete años 
abducido por el fútbol… que es también la historia, MI historia, de 
Jesús Castro, el “Maizón”. Pero es una historia incompleta si no hay 
epílogo.
    El pasado 23 de enero de 2011 Jesús Castro habría cumplido 60 
años. Corrección: los ha cumplido. Quizás no haya usado tan mal la palabra 
“superviviente” unas pocas líneas arriba. Si vienes a Gijón alguna vez, 
hacía el final de la playa, cuando termina la interminable hilera de la 
espantosa fachada marítima de la ciudad, verás a la derecha el desvío al
 Parque de Isabel la Católica. Pero sigue un poquito, ya tendrás tiempo 
de pasear por ese sereno vergel. Cruza el puente sobre el río Piles y, 
ahora sí, gira a la derecha. Olvídate de dos horribles moles, cada una 
de un establecimiento hostelero, y pronto verás a tu izquierda un 
parquecillo. Pequeño, recoleto. Ideal para sentarse a la sombra de un 
árbol y descansar, meditar, leer un libro. O no hacer nada. Quizá sólo 
dorarse al sol, como una panoya de maíz. Es el parque “Hermanos Castro”,
 el homenaje de Gijón a dos personas que se hicieron gijonesas sin ser 
nativas por el esfuerzo y cariño que han demostrado por uno de los 
símbolos de la ciudad. Cerca, unos cien metros más abajo, está El 
Molinón. El recuerdo del menor de los hermanos, Jesús Castro, sobrevive 
en ese parquecillo, atento al devenir del equipo. Gracias por todo, 
“maizón”. Y buena suerte, allá donde estés.
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